San Agustín
Relaciones entre fe y razón
Una preocupación fundamental en San Agustín es entender la verdad revelada. De ahí que, en su punto de partida, el camino a seguir no es de la razón a la fe, sino a la inversa, de la fe a la razón. No hallamos en San Agustín una delimitación estricta entre el campo de la fe y el de la razón. Ambos conocimientos están en íntima relación, pues pretenden el mismo objetivo. Por ello no es necesario delimitar fronteras, sino al contrario remarcar el carácter de mutua colaboración y solidaridad. ¿Cómo se da esta colaboración? San Agustín considera que la razón ayuda al hombre a encontrar las razones naturales para creer. Y una vez aceptada la fe, la razón contribuye en el esclarecimiento de sus contenidos. La razón por sí sola no basta para alcanzar la verdad, pues es limitada, débil e imperfecta. Esta colaboración entre fe y razón puede expresarse en la fórmula: “comprende para creer, cree para comprender”.
Teoría de la verdad
Su orientación platónica le llevará a defender que la verdad no ha de buscarse en el mundo exterior por medio de los sentidos, sino reflexionando, volviendo la mirada hacia el interior de uno mismo: «No vayas fuera. Vuélvete hacia dentro de ti mismo. La verdad habita en el hombre interior». El alma en su parte superior, la mente, conoce las verdades no por medio de la abstracción de las formas sensibles, sino mediante una visión o intuición intelectual. Las ideas se hacen «visibles» a la inteligencia por medio de una «luz divina» que, procedente de Dios, capacita a la mente humana para que vea las características de inmutabilidad y necesidad de las ideas eternas, al mismo tiempo que imprime esas ideas en el alma. Esta iluminación es natural y ordinaria cuando versa sobre el mundo sensible; natural y especial, cuando se trata de las verdades eternas. San Agustín insiste en que la parte superior del alma, el espíritu, está en contacto con Dios (el alma es «vecina de Dios»), aunque su parte inferior esté en contacto con el mundo sensible. Esta vecindad explica que la iluminación sea algo acorde con la naturaleza humana. San Agustín distinguió tres niveles de conocimiento. En el nivel más bajo de conocimiento, se sitúa la «sensación» que es común al hombre y a los animales. El nivel más alto de conocimiento consiste en la contemplación de las cosas eternas («sabiduría») por la sola mente, sin intervención de la sensación. Pero entre esos dos niveles existe un conocimiento racional que consiste en una elaboración de la razón apartir de las sensaciones que recibimos del exterior.
El hombre y su alma
Una de las principales características de San Agustín es su interés por el alma: «A Dios y al alma quiero yo conocer. ¿Nada más?. Nada más» (Solil. I, 2,7). Para Agustín, el hombre constituye una unidad. Esta unidad consiste más bien en que el alma posee al cuerpo, usa de él y lo gobierna. Por consiguiente, hablando con propiedad, el hombre es el alma; el cuerpo no es un constitutivo esencial de igual rango. El alma es inmaterial e inmortal. Hecha a imagen de Dios, es reflejo de la Trinidad en sus tres facultades: memoria, entendimiento y voluntad. El hombre, conociéndose a sí mismo como imagen de Dios llega al conocimiento de ese Dios. Elhombre desea ser feliz y el lugar natural del corazón humano es Dios. Hacia Él tiende todo el amor digno y noble. La felicidad sólo puede consistir en la posesión de Dios por el amor.
El mal y la libertad
El mal, no ha sido creado por Dios. Sin embargo, existe.Consiste en la privación del bien o ausencia de bien. El único mal verdadero es el mal moral, el pecado, que procede de la libre voluntad de las criaturas racionales. Dios, al crearnos a su imagen y semejanza, nos otorga voluntad y libre albedrío, es decir, capacidad de elección.La voluntad humana, es falible, se puede equivocar, y el ejercicio del libre albedrío comporta el riesgo del pecado. San Agustín distingue entre libre albedrío y libertad. La auténtica libertad es la de hacer lo que es mejor, es decir la de obedecer a Dios. Cuando con el libre albedrío nos comportamos de tal forma que nos alejamos de la ley de Dios, no estamos haciéndonos más libres, sino más esclavos. Elegir el mal es una muestra de libre albedrío pero nunca de libertad.
Las dos ciudades
El sentido de la historia nos lo presenta Agustín en La ciudad de Dios, que llegó a ser su obra más conocida.Se trata de un escrito motivado por razones apologéticas, pues los romanos achacaban el resquebrajamiento de su imperio a los cristianos. No los cristianos, responderá Agustín, sino los vicios, la relajación y el desgobierno han llevado al Imperio a la decadencia. Agustín desarrolla en esta obra una interpretación teológica de la historia que ha sido uno de los elementos fundamentales de la constitución del mundo cristiano occidental: Dos ciudades, generadas respectivamente por el amor del hombre hacia Dios (civitas Dei), y por el amor del hombre a sí mismo (civitas terrena), se disputan el dominio de la tierra, y ambas aspiran a la paz. Las dos ciudades, una ordenada a lo material y otra a lo espiritual, se distinguen y hasta se oponen: «Dos amores fundaron dos ciudades: el amor del hombre por sí mismo, que lleva al desprecio de Dios, la ciudad terrena; el amor de Dios, que lleva al desprecio de sí mismo, la celestial. La primera se gloria en sí misma, la segunda en Dios». La ciudad terrena aspira a la paz que coincide con el bienestar temporal, mientras que la ciudad celestial aspira a la paz eterna que se obtiene después de la muerte, gracias a la plena posesión de Dios en la visión beatífica. Las dos ciudades están mezcladas y se entrecruzan: no se refiere a dos realizaciones históricas (Estado civil e Iglesia, por ejemplo), sino principios opuestos de la conducta personal y de las realidades sociales. Por consiguiente, esta contraposición no responde a las dos realidades sociales de la Iglesia y los Estados civiles, sino que expresa más bien las dos comunidades espirituales según la ley de Dios o contra ella, comunidad del orden o del caos, del ideal o del instinto. Así pues, en el desarrollo de la historia, los contornos de las dos ciudades no son perfectamente netos: la Iglesia no coincide con la ciudad de Dios, ya que en el interior de ella conviven buenos y malos, del mismo modo en que la ciudad terrena no se identifica con ninguna entidad política determinada. Lo mismo Iglesia que Estado pueden alinearse tanto en un campo como en otro. Agustín reconoce el carácter natural de la sociedad civil y del Estado. La Iglesia, por su parte, ha de servir de mentora de la sociedad y del Estado, para vigilar y encaminar a los hombres a su salvación. La autoridad civil, si se halla impregnada del espíritu cristiano, puede facilitar y promover la ciudad eterna postulada por la voluntad divina. Pertenece al sentido de la historia del mundo el hecho de que estas dos ciudades se contrapongan y luchen entre sí. Sin embargo, y ésta es la conclusión de San Agustín, cualquiera que sea la historia de la humanidad, con sus alternancias de predominio del bien y del mal, al final la «civitas terrena» perecerá y saldrá vencedora la «civitas Dei», en virtud del amor a Dios, «pues el bien es inmortal y la victoria ha de ser de Dios». El Estado y la Iglesia poseen dos modos distintos de legislar. El Estado sigue la ley positiva y la Iglesia la ley natural. La manifestación exterior de la ley natural es la doctrina cristiana, que debe ser también la inspiradora de la ley positiva establecida por el estado. El origen de la autoridad está en Dios. Las formas de gobierno le resultan indiferentes ya que es Dios quien legitima el poder y por ello la iglesia puede investir a los gobernantes como representantes del poder divino en la tierra.